Por Moreno

Su sangre tenía su propia guerra

Cronicas

Una notable semblanza de María Moreno sobre el inolvidable Charlie Feiling.

Escribía con placer durante el verano, cuando en Buenos Aires la temperatura llegaba a los treinta grados y él se sentaba ante la computadora en short y ojotas, como si se acostumbrara a una lejana colonia incómoda en la que debiera compartir las mismas penurias que los nativos y, si consideraba que había trabajado lo suficiente, más allá de las dos o tres paginitas virtuosas del haragán, se tomaba un poco de ginebra. Entonces cerraba la Olivetti y corría a encontrarse con amigos en alguna mesa del bar La Paz, en donde se había ganado entre los mozos —más por su cortesía que por sus propinas, no necesariamente grandes pero justas en proporción a su contado del día— el apelativo cariñoso de “Carlitos”.

Era exageradamente blanco.

Parecía un animal en medio de su muda, por ejemplo un cangrejo ermitaño en transición entre la vieja caparazón y la nueva. El sol suele descarnar al que vive bajo luz artificial, en su estudio o en un claustro. Ser blanco es pertenecer a la raza despótica; pero ser blanco entre los blancos es en última instancia una cualidad anatómica del erudito, que vive lejos de la luz natural, descifrando textos o simplemente leyendo en donde mejor ilumina su lámpara no sometida a las leyes del día y de la noche. La blancura, se sabe, no es la palidez; el cetrino empalidece como cualquiera. La blancura hace al lector. Charlie no se doraba como un plebeyo mendigo del aire libre.

Sus zancadas sólo se expandían por la noche, bajo los faroles y las marquesinas que lo iluminaban camino al bar. Sergio Bizzio y Daniel Guebel escribieron un libro llamado El día feliz de Charlie Feiling donde insinuaron que, desacostumbrado a los goces del cuerpo, Charlie confundía somnolencia con bienestar y lo presentan como a un piel roja protegido por un sombrero de gajos violeta, ojotas amarillas y malla verde, un whisky en la mano a las dos de la tarde.

Charlie se decía pariente de Anthony Hope, el autor de El prisionero de Zenda, y hablaba un inglés amanerado cuyo acento sus amigos sólo conocimos en boca de Edmundo Sanders, un antiguo locutor de Canal Trece que nuestras abuelas asociaban a la distinción del imperio.

Sonaba como un off de la BBC en un disco ralentado y nos dejaba convencidos, entre risas y a sus espaldas, que algo así jamás sonaría en ningún pub de Londres.

Escribió sobre una inglesa, pero la bautizó Mrs. Marjorie Murdoch buscando en su biblioteca de Argentina, y la hizo moverse por los espacios comunes de una guía turística —estaciones de subte como Millbank y Green Park Jubilee—, comprar en Selfridges y tomarse una pinta en The Grosvenor Arms antes de hacerla morir asesinada por fuerzas sobrenaturales.

Cuando viajó a Londres por primera vez no lo reconocieron como uno de ellos. Hablaba inglés sin acento extraño reconocible, pero en ese inglés existía una suerte de síntesis caótica de la otra lengua que había conocido desde la infancia y le colaba una cadencia indefinible que hacía que le pregunten de dónde venía.

¿Acaso una colonia? Nuestro amigo era un turista en Inglaterra. ¿Nacionalizar a Feiling? Para eso estaban sus amigos dispuestos a narrar El día feliz de Charlie Feiling, y hacerlo ver a Sahr Arbuatl que toca la armónica con un peine, debatir sobre Pálido fuego con el pelado Sofiantini —un montonero repartidor de soda— al borde de un arroyo de Ramallo con un fondo de cumbia en los altoparlantes Farfisa —su hipótesis es que la Rayuela de Cortázar es un plagio de Pálido fuego y que en Pálido fuego, su protagonista, el Profesor Kimbote, se basa en el Ruperto de Ruperto de Hentzau, escrito por su tío Hope—; aliarse con él y con Marito Scatanburlo, el hijo del ex representante de Conexión Número Cinco, contra el rubio René Pardo de Abonos Pardo, Zoológico de Buenos Aires que vende mierda a los viveros.

Mister y Missis Feiling aprendieron historia argentina y dieron examen sobre la génesis de esa lejana colonia británica informal en la que recrearon la isla trabajando de profesores en un colegio de Rosario,donde el hijo tardío irrumpió una intimidad de inmigrantes modestamente letrados que se negaron a alternar con modestos empleados de los ferrocarriles en épocas de pueblos fantasmas y ramales muertos. Sabiendo que no existe patria anterior a las armas para defenderla, se integraron anotando a su hijo en el Liceo Naval.

Tal vez los inspirara el almirante Brown o el farmer de galones dorados, inventor de suplicios no inferiores a los perpetrados por sus compatriotas en las colonias de la India. El joven Feiling posó en cubierta con la cara demudada de los personajes del género que cultivaría más tarde como escritor: el de terror. ¿En qué hazaña escolar se le dio el título de alférez? ¿O la escuela sustituyó en la cotidianidad de la promoción naval visible los “excelente” o los “distinguido” o los más actuales métodos de puntaje, por grados oficiales? Se lo llamó a pelear en Malvinas, ¿llegaba su dandismo a enorgullecerse de ese grado que lo dotaba de una ambigüedad que aprobaba en sus gustos literarios? ¿Se regodeaba a solas de la superioridad profesional de “su” ejército, de los Sea Harrier que atravesaban el cielo y se inmovilizaban de pronto en el aire a diez metros de una cueva de desertores? ¿Por un minuto pensó que le hubiera gustado ver a los suyos hacerle un guiño agitando no una bandera blanca sino recitando unos versos de Tennyson a prueba de toda ignoran- cia aun para un borrachín de Guinness de formación obrera? ¿O su inglés hubiera impedido que lo apresaran? Ninguno de nosotros sospecha que en la soledad de su dormitorio dijo “Falkland”, que sintió hacia el príncipe imberbe que se vino por mar entre los odios cholulos de los que le besaban los pies antes de cacarearle unos patrioterismos de fogón de pueblo, un vago afecto. Le adjudicaron el puesto de traductor. No repararon en su sangre, les seducía más el dominio de la lengua entre monolingües del Conurbano o de provincias calientes, oficiales de inglés turístico o sin el entrenamiento doméstico diario de los hijos locales del enemigo. Más tarde, Fogwill, sensible a las jerarquías y a los valores del statu quo y con una prosapia de escoceses de Quilmes, debía de consultarlo como a un profesional. Acordarían menos una empatía ideológicaque el reconocimiento de una superioridad técnica y un linaje bélico, el más alto y primero de Occidente. Pero entonces lo excluyeron. Su sangre tenía su propia guerra. Los linfocitos T. No era un pichiciego. Aunque el pichi que siente un dedo en el culo debe experimentar como él ante el diagnóstico de leucemia, una hecatombe interior, no el dolor o la muerte causados por un enemigo externo. Pero la ausencia de Charlie Feiling está en todas partes en el libro de Fogwill, porque los pichis ignoran la lengua del otro y Fogwill la hace fracasar una y otra vez en boca de los comedidos. ¿Podría haber sido Charlie, como personaje de la vida que no vivió, uno de los que destruyera la Gran Atracción, su “V” argentina de pucarás, espléndida y creciente contra un cielo de luces que se separan y caen como gotas en el aire helado? (…) Amo el libro de Jean Bernard La sangre de los hom bres: Charles Bovary, sacrificado al largo delito literario de su esposa, vuelve a la prosa francesa como filósofo y como poeta. La leucemia, cuyo arte cinético surge bajo el microscopio en forma de anillos, de escarapelas y de herraduras, le hace cosechar en el lenguaje del ejército. Los linfocitos son soldados de infantería que se baten cuerpo a cuerpo con sus enemigos, los polinucleares lo hacen a distancia como los artilleros. Unos son mazorqueros y pibes chorros, los otros terroristas químicos como los que envenenan el agua del ejército apostado en las cercanías con el bacilo del paludismo y entonces la fiebre y el paroxismo hacen una primera selección de cadáveres antes de la pólvora. Los glóbulos blancos de Charlie eran los mutilados de Brueghel, los esperpentos de Valle-Inclán, los generales borrachos declarando con voz vacilante la soberanía de los sobrevivientes. Charlie se hizo argentino por representar una metáfora de la literatura nacional, a la Patria como un organismo enfermo. ¿Pero qué Patria? “Desembarcar en Normandía”, dijo cuando le prescribieron quimioterapia. Era una transacción, un correrse de los bandos en pugna. Pronunciarse por una Patria no le convenía a su ideal de salud. Tomó la tradición de la Segunda Guerra Mundial. Murió como aliado. Le pasaban la quimio. Él controlaba personalmente el goteo en la vena, que su cadencia fuera sin interrupciones, se aseguraba del ángulo preciso en la apertura de la cánula. Agitaba el cablerío con impaciencia. Se atareaba en esas pequeñas acciones sin quejarse por las ocasionales negligencias de los enfermeros, sabía arreglárselas mientras moría: se puede ser un héroe acostado. Marchó al baño llevando el soporte del suero como si fuera un báculo. Arturo recorría sus dominios de improviso y obligaba a rendir cuentas a sus súbditos siguiendo las instrucciones del mago Merlín de no mostrar beneplácito ante las buenas noticias y tocarse la empuñadura de la espada ante las malas; se hacía leer sus avicci llenos de descripciones coloridas de catástrofes naturales porque los reyes también son sensibles a los engaños bien contados. Desapareció tras la puerta y lo oí abrir la canilla al máximo, yo cerraba los ojos mientras él ocultaba sus ruidos íntimos. Volvió. Por respeto a mí disimulaba su sufrimiento y me imagino que eso lo distraía. Pidió té, que preparo abominablemente, la mitad volcada en el platito de loza blanca, el sobre de papel mojado bajo la cucharilla. En la oscuridad, mientras él cerraba los ojos, vi pasar convoyes con soldados, iluminados por estaciones vacías. Un leve rosado en su piel, la respiración acompasada. Ha logrado una cabeza de playa, él, cuyo padre luchó en la pinza de Addis Abeba. Ese día llevé un barbijo. Nuestra amnesia de dipsómanos nos había hecho cómplices en una suerte de vida paralela y nos desconocimos al pasar a la “oficial”. Al cuidar a Charlie mi torpeza fue evidente: no sólo preparé mal el té, tropecé con el cable del suero, fui incapaz de ser firme en el trato con las enfermeras cuando se demoraban en acudir, no se me ocurrieron temas de conversación y mi mutismo fue de una agorera descortesía puesto que el Charlie paciente estaba lúcido. Para estar junto a él esas pocas horas me había mantenido en abstinencia. En cambio, podría decirse, si no sonara a humor negro, que la sangre de Charlie estaba limpia. Internado desde hacía un tiempo, no había tenido oportunidad de beber. Nuestra tensión se debía menos a que Charlie pronto moriría que al hecho de que los dos estábamos sobrios. Nos habíamos convertido en dos desconocidos.

A raíz de la suspensión fatal y espectacular del transbordador Challenger en el espacio, Charlie imaginó una muerte limpia de la degradación del cuerpo y de los rituales de despedida: en su crónica Astronautas y hospitales demostró admiración por la muerte de la maestra Christa McAuliffe en una zona donde la atmósfera es irrespirable para los participantes de contiendas bélicas, allí donde el blanco se hace inaccesible entre el número de los planetas, más alto y más arriba, en un cielo científico, el espacio sideral. Charlie tuvo una elegancia final muy comentada de la que sobresalta una invención: la cercanía de la muerte, no como tragedia o temor, sino como fastidio.

En su mueca de los últimos días se leía la contrariedad por la interrupción de un proyecto literario, la imposibilidad de terminar la noche en un pub de Oxford, de cuestionar la calidad de una traducción. Pero existen en innumerables textos suyos indicaciones sobre la vitalidad de la obra por sobre la salud de sus autores. “Arroja una sombra inmóvil el agua de la canilla” traduce de un poema de Enderby, para afirmar que la novela transforma el movimiento de la vida en sombra. Que muerto el novelista los lectores pueden abrir la canilla y volver a ver esas sombras. Que las sombras de Anthony Burgess son preferibles a la vida, “más bellas que su vida y que la nuestra”.

La frase es ambigua porque afirma al mismo tiempo que la novela ensombrece la vida pero que, sólo a través de esa sombra, la vida puede brillar, pero que ya no se trata de vida material como la que Charlie perdió para ganar aquella donde sus amigos y lectores podamos ver en sus libros —creo que esta imagen no le hubiera disgustado— su sombra en canilla libre.

(Fragmento de Black out, Randon House)


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