Por Estévez

La escalera de los mártires

Cronicas

La leyenda trágica de El Loco Ricardo, un incorregible asesinado a facazos.

El 20 de marzo de 1995, El Loco Ricardo fue trasladado a la cárcel de Olmos y la recepción fue la de siempre: palizas, palazos y amenazas.

El loco estaba anestesiado: sus umbrales del dolor físico y moral estaban muy altos.

Tenía las manos esposadas adelante y con ellas llevaba el “mono” (colchón y bártulos envueltos en una manta) cruzado sobre la espalda.

Vida de hierro, hombre de hierro.

El Loco era de los delincuentes que prefieren callar antes que hablar.

Un incorregible.

Los códigos tumberos son reglas jamás escritas de coraje y solidaridad establecidos sobre necesidades de supervivencia.

La microsociedad carcelaria suele ser más estricta y más encerrada en sí misma que lo contenido en sus murallas.

Todo lo abarca el silencio.

Cuando el Loco Ricardo llegó a control, en la planta baja, volvió a ser revisado.

Desde una leonera cercana lo saludaron algunos amigos y le tiraron un “corchito” en señal de amistad.

Se lo puso en la oreja para fumar después, y rápidamente el personal penitenciario le indicó que su nuevo alojamiento estaba en las celdas de castigo del quinto piso, al tiempo que le abrían la puerta de reja de la escalera 1.

Con las pocas fuerzas que le quedaban fue subiendo lentamente. 

Los trabajadores de “la redonda” (espacio circular ubicado en el subsuelo, en el centro del sistema panóptico de la cárcel de Olmos) del tercer piso fueron llamados a los gritos por los guardiacárceles y enviados a sus celdas.

El lugar quedó desierto justo en el momento en que el Loco Ricardo subía.

En ese instante pareció detenerse todo lo que se movía; el tiempo y los elementos refrenaron su transcurso, como si la muerte se negara a participar de esa canallada.

Así lo relataron años más tarde algunos de los que participaron de ese asesinato, y cuando volvían a mencionarlo se les erizaba la piel.

La estrecha escalera enrejada tipo caracol en segmentos rectos ofrecía un blanco perfecto. Cuando con paso cansino el Loco pisó el tercer escalón del tercer piso, apareció el Gorrentino y diez soldaditos por fuera de las rejas.

Eran los presos “matapresos”.

El Gorrentino (apodó que se debe por la mezcla de su obediencia a la gorra policial con su lugar de origen) lo atrapó con un gancho, tipo arpón, atado en el extremo de un palo que le perforó el hombro, y con mucha fuerza lo atrajo hacia la reja, desgarrándole la carne en los intentos de escapar.

El Loco consiguió zafarse, pero antes ya había sido herido por cinco o seis puntazos de las lanzas armadas con palos de escoba en cuya punta se encontraban atadas hojas metálicas en punta de doble filo.

Sólo alcanzó a subir otros dos escalones, pero la chuza en una pierna acabó por hacerle perder el equilibrio.

Cayó y la infinidad de lanzazos que recibió le arrebataron la vida en un instante. Un cuerpo demasiado frágil, para un espíritu tan fuerte, no tiene cabida en estos lugares: se fuga o se muere, el destino no tiene soluciones para estos casos. 

Aquel día fue nefasto para el Loco Ricardo, pero también lo fue para el Gorrentino, porque en ese preciso instante, en el que ejecutaba al Loco por orden de los penitenciarios (al Loco no le perdonaron que denunciara a los guardias por las palizas que sufrió) comenzó el proceso de separación del cráneo de su cuerpo.

Por supuesto que él jamás lo supo, menos aún podría haberlo sabido en los días siguientes, ya que estuvo drogado casi una semana con las 50 cajas de Rohipnol que le fueron entregadas de la propia mano del Jefe del Penal, como pago total por la muerte del Loco Ricardo. 

Días antes de ser decapitado y de que sus compañeros jugaran al fútbol, el Gorrentino, mirando serenamente el techo abovedado de aquella centenaria mazmorra, hurgó entre sus pensamientos para hallar recuerdos de la forma en que manejó su propia vida dentro de las prisiones.

Resultaba inexplicable que un tipo valiente haya caído tan bajo, su cuerpo curtido de tatuajes, cortes y cicatrices, veterano de mil batallas había conocido la amargura del látigo social que le dejó infinitos estigmas que no cicatrizaban como la piel: cada herida era una puerta cauterizada que en su interior conservaba intacto el silicio de un resentimiento.

Sin embargo, la suma de tanta ira se volcaba contra sus propios pares y lo postraba al servicio de sus victimarios. Se le atribuían más o menos haber matado 20 presos, nunca había sido condenado por ninguno de esos homicidios. La muerte había asegurado su botín, pero no estaba satisfecha.

Del mismo modo que el torturador que va a matar quiere previamente extraer hasta el último girón de suplicio, en esta ocasión la parca exigió crueldad.  Y la tuvo.

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