Por Sol Clemente

Del mismo molde

Cronicas

Los secretos de una casa vistos a través de los ojos de una mujer que no debería haber visto demasiado.

Mi nombre es Zulema y la casa de los Pereyra es la primera que limpio de lunes a viernes.

Cuando llego, algunas veces, los postigos de chapa verde están abiertos, pero una vez adentro miro hacia la sala y veo que los cortinados de tela aún están cerrados.

Entonces me apuro en quitarme el abrigo y apoyar las bolsas de las compras en la cocina y voy directo a correrlos para que en cuanto asomen los primeros rayos de sol, puedan atravesar los vidrios.

Los Pereyra son gemelos y se los conoce por los vestidos de fiesta que confeccionan.

Se dice que ambos tienen las mismas habilidades, aunque a mí me parece que él diseña y ella es quién cose.

No estoy segura porque cuando trabajan no permiten que nadie, ni siquiera yo, permanezca en la sala.

En realidad, nunca puedo quedarme. Lo que tengo indicado es correr los visillos si los encuentro cerrados por la mañana. “El sentido de madrugar en esta casa es aprovechar la luz del día”, afirma la señora Neneca.

También tengo que dejar la correspondencia en una mesita ratona, junto a un velador que tienen y que jamás vi encendido. Una vez que hice esas dos tareas, me retiro cerrando la puerta. Tengo que llegar a las 8 de la mañana, es otro de los requisitos no negociables que me impuso cuando me contrató: “si termina antes con las tareas, puede retirarse, pero tiene que llegar a las 8”.

Nunca fallé.

Y nunca los encontré dentro de la sala.

“La primera luz solar difunde un resplandor que distorsiona los colores”, replica el señor Rubén.

Aunque ambos se levantan tempranísimo y quieren las ventanas despejadas, en todos los años que llevo con los Pereyra, jamás llegué y los encontré trabajando. Hasta hoy: cuando entro encuentro la puerta de la sala abierta y veo a la señora Neneca sentada en la mesa de trabajo.

El piso está repleto de telas y, a pesar de que hay dos máquinas, ella cose a mano. No alcanzo a ver si también está el señor Rubén y no me atrevo a entrar. 

Me decido a ir directo a la cocina, pero me siento inquieta. Con la excusa de ordenar los trastos entro y salgo varias veces, pasando cerca de la sala. Se oye a la señora balbucear, es evidente que está fastidiosa:

—No —dice.

Y por el tono de voz que empieza a subir diría que está pasando del fastidio al enojo:

—Ya no hay nada que hacer.

—Comienzo a creerlo… —le responde Rubén con tono trágico—durante un tiempo me resistí y decía: “Rubén, sé razonable, aún no lo has intentado todo”. 

—Si no intentaste todo, te ha faltado muy poco y, vistos los resultados, una efectividad muy pobre.

—Hay casos en los que las estadísticas poco dicen.

—Y también hay otros en que dicen todo, Rubén.

—“Virtud tiene el que intenta y no el que acierta”, decía nuestro finado padre.

—Sí. Y lo decía intentando embocar la llave en la cerradura a las cuatro de la mañana.

—No hay necesidad de ser grosera y manchar la memoria de papá.

 —Por favor. Embriaguez en grado extremo y de manchar mejor no hables, usar la familia como excusa de los errores…

 —¿Y eso lo decís vos? Tres décadas con el gastado argumento de la hija mujer sufrida. Syndrome Turner, gastado, aunque singular debo que reconocer.

—Nuevamente la ironía del invertido que no siente culpa.

Neneca termina de decir la frase y cierra los ojos en señal de arrepentimiento. Cuando los abre, su mirada se encuentra con la mía. Entré y estoy dejando los sobres en la mesita baja, al lado del velador al fin encendido.

La señora intenta decir algo, pero no le sale. La última palabra queda haciendo eco en el aire:

—Culpa —la repite el señor Rubén—, culpa te tendría que dar por arruinar otra manga. Sabés que es la primera vez que voy a estar en público con el openly together, y el tiempo apremia.

Instintivamente me doy la vuelta y salgo de la sala, pero ni cierro la puerta ni me alejo demasiado. Me quedo cerca yendo y viniendo, buscando un ángulo que me permita ver sin que me vean.

—¿Por qué no me sale? —se lamenta la señora Neneca, y afloja el tono dejándose ganar por la decepción.

—Porque lo haces al revés.

El señor Rubén toma la pieza y comienza a explicarle cuestiones técnicas; ella no mira la tela, le mira la cara:

—Disculpame. —No —responde el señor, sin apartar la mirada de la pieza.

—¿Y si le pido a Zulema que hoy te haga milanesas?

—¿Con puré de calabazas y pepinos?

—¿Cómo se puede ser tan mariquita? ¡El puré es de papas!

—La papa es vulgar, común.

—¿La milanesa no?

—La guarnición redime —dice él, y ahora también la mira.

—Es como el perdón, salva.

En la antesala hay una repisa con libros y algunos adornos, con una franela les quito el polvo con la mayor lentitud que la tarea me permite; quiero seguir viéndolos.

El señor Rubén se pone un saco y se acerca al espejo de pie. Se mira alternando su reflejo de perfil y de frente:

—Haute couture —dice.

—Una imitación tramposa.

—Sin embargo, con potencial para impactar a todo aquel que fije su vista en el rostro de quien vaya a lucirlo. La cara es como la guarnición: redime.

—¿También si es una cara impúdica por más discreto que sea el maquillaje? —pregunta Neneca.

—Te miro y pienso en un pez que acaban de dejar en el pasto —le dice el señor y hace muecas con la boca, abriendo y cerrando los labios, imitando el boquear del pez.

—¿Me estás diciendo resentida?

—Igual te sienta bien. La bronca te va a salvar del geriátrico.

—Para nada. Lo social nunca fue de interés para mí.

—Mi querida, no es que fuera una cuestión de mesura lo tuyo. Mejor dicho, de torpeza: no se te daban bien las coqueterías femeninas.

—Era cuestión de vergüenza: nunca sabía si ibas a aparecer todo ajustado, empolvado.

—Te encanta exagerar: claramente no era cuestión de mesura.

—Fue agotador tener que dar explicaciones sobre tus hábitos marcadamente femeninos.

—Sutilezas de mis atributos, querida mía.

—Agotador. Terminé eligiendo hacer del silencio mi discurso.

—No quiero acordarme de esa época. Cuando te fuiste quedando callada, temí que estuvieras enferma, que fuera un síntoma de la alteración cromosomática  y recuerdo que llegué a pensar: “muerta también va a verse linda”.

—A mí tampoco me agrada.

La señora se levanta, camina hacia el señor y lo toma por la solapa.

—Debería hacerlo de terciopelo —dice, mientras acaricia el cuello del saco.

El señor Rubén pone ambas manos en los hombros de la señora Neneca, como la señora es bajita da la sensación de que la presiona hacia abajo, como si quisiera hundirla en la tierra.

—Me dieron ganas de ir a nadar.

La señora apoya sus manos en los codos del señor y, en tono gélido, repite:

—Nadar.

—Sí, nadar —dice, suelta a la señora y se vuelve hacia el espejo.

—Entonces ¿las milanesas?

—Que estén listas para cuando vuelvo del río. La señora se acerca al perchero y desliza, una por una, las perchas que cuelgan.

Se la ve nerviosa, le tiemblan las manos:

—Pero con puré de papas —dice, esconde la cara entre las manos y llora.

—Neneca, mi amor… no vas a encontrar nada ahí. Ni acá —dice el señor y abre un baúl que está al lado del espejo.

—¿Ves? Nada.

—¿Seguro?

—Sí. Lo dimos todo.

La señora deja de llorar y se limpia con la manga.

—Para los chicos. —Sí, para los chicos.

**

Al rato nomás de que el señor Rubén sale, la señora Neneca abre la ventana y se apoya en la baranda del balcón francés.

Ya es pasado el mediodía y aún tiene la mirada puesta en algo que desde acá no alcanzo a ver. Cuando vuelve, el señor Rubén entra con un paquete en las manos, se lo nota contento.

—Vas a decir que son complacencias narcisistas, pero te prometo que no es sólo eso. Mira lo que llegó —dice, y agita una gran caja forrada de color marrón.

—Las palomas suelen ser aves apacibles, tranquilas —responde ella, y permanece inmutable mirando hacia afuera.

—No sé nada de palomas, pero mira esta belleza Neneca…

—Sin embargo, cuando hay comida de por medio, suelen mostrar cierta agresividad para proteger su objetivo —le contesta ella, como si no hubiera oído una palabra de lo que el señor le dijo.

—¿Desde cuándo te importan? Vení a ver esto, te va a encantar… —dice, mientras abre la caja y desenvuelve el papel manteca que cruje arrebatado. Me hace pensar en los papeles de caramelos que la señora arroja detrás del mueble de la cocina; y que yo junto y tiro sin comentarios, como es mi deber.

—¿Vos pensas que las palomas son tontas? ¿Que cuando vuelan en círculos no saben que a unos metros por encima de ellas está el chimango?

—¿Qué te dio ahora por las palomas?

—¿Sabías que una vez que se han emparejado son muy fieles?

—Monógamas ¿decís que son? Mira la seda de esta corbata ¿o mejor con moño?

La señora Neneca se aleja de la ventana, camina hacia donde está el señor y por fin parece conectar con lo que está sucediendo dentro de la sala:

—Desde joven con ese acento cultivado a través de decenas de viajes y adicto a la seda, todo un snob —dice, y apoya las manos en el borde de la mesa, donde el señor ha desplegado, una docena de corbatas y varios moños.

“Darling” lo único cierto es que en la trama floreada de las telas era donde me podía expresar.

—Pobrecito. ¿Tenías miedo que tu secreto afectara tu cómoda vida social? Esa que te mantenía tan gozosamente infeliz.

—La verdad, para mí nunca fue algo digno de atención.

—¿Por qué tardaste tanto tiempo en decirlo entonces?

—No quería que mancillaran el nombre de la familia.

—Salvo por la decadencia económica y las payasadas alcohólicas de nuestro padre ¿qué otra cosa podría degradar el buen nombre familiar?

—Sino vas a ver la seda, vamos a comer. ¿Le pediste a Zulema que haga las milanesas?

—Vos siempre tan idealista y yo siempre obedeciendo.

—Basta, cariño ¿qué sucede hoy?

La señora Neneca cierra la ventana y viene hacia la cocina, me pide que frite las milanesas pero que no caliente el puré y que me retire, me dice que ella se va a encargar de servir la comida. Pienso rápido buscando una excusa creíble para estirar el tiempo, hoy siento un interés especial por quedarme. Me acuerdo de las plantas y le ofrezco a la señora ocuparme del jardín ya que ella prefiere ser quien sirva el almuerzo. Acepta, dice que sí, que puede ser útil.

—A pesar de los viajes del señor, siempre estuvimos muy juntos —me dice y acomoda en un platito el pan que ha cortado en rebanadas.

—Sí señora, son hermanos ejemplares, muy unidos.

—Juntos, Zulema. Juntos. Gemelos. Hasta la gestación tuve que compartir y por supuesto: él fue el primero en ver la luz del mundo; yo la primera en tener una anomalía.  

—Esas cosas no se eligen señora, suceden —digo, y salgo para el patio con la pala y el zapin.

Elijo para empezar los canteros que están al pie de la ventana de la cocina. Tengo la cabeza hacia abajo pero cada tanto levanto la vista y a través de los cristales trato de ver qué sucede.

 El señor Rubén entra en la cocina, ambos están sentados a la mesa, la señora destapa las fuentes de las milanesas y sirve. Después destapa la otra fuente y sirve el puré. Sus voces me llegan más bajas, pero siguen siendo nítidas; el señor sirve la bebida y propone un brindis:

—Por el puré de papas, si querés.

—Siempre esa necesidad de invalidarme.

Is a joke, plis.

—Suena parecido, pero es distinto —dice lentamente, la señora.

—¿Qué cosa?

—Lo que salva.

—¿De qué hablas ahora?

—De la guarnición, vos decís que redime. 

—No te entiendo.

—Digo que lo que salva es la expiación, no el perdón. Y que la guarnición es lo de menos.

—El acompañamiento es importante —dice el señor.

—Hasta cierto punto. Los pichones tienen que independizarse a los tres meses; salir del nido antes de que nazcan los siguientes; si no el palomo les pica y los mata.

El señor Rubén tiene el rostro colorado, los ojos inflamados, pienso que es de furia por los devaneos de la señora Neneca, pero veo que no le dice nada; lo que hace es soltar de golpe los cubiertos, el cuchillo cae al piso y deja flotando un sonido metálico estrepitoso.

El señor estira el brazo para agarrar el vaso de agua que tiene al alcance de la mano, pero la señora se anticipa y lo aleja. Él está como entumecido y ella sigue hablando con total parsimonia:

—Me convertí en tu ayuda, en tu protectora; siempre con una sonrisa crucificada y una carencia de valor que, era verdad, no tenía. Hasta hoy.

Yo ya no disimulo, miro con la cara pegada al vidrio y aun así dudo de lo que veo: el señor Rubén se lleva ambas manos a la garganta, tiene la glotis del tamaño de un durazno, los ojos vidriosos le lagrimean sin parar; abre la boca y suelta una espuma amarilla mezclada con baba burbujeante.

Suelto la pala y dejo caer las amapolas al pasto, rodeo la casa corriendo y entró en la cocina: el señor está en el suelo serpenteando como una lombriz rociada con sal gruesa.

La señora me mira, sonríe y me dice:

—Si terminó con las tareas, puede retirarse.

Foto: Abel

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