Por Andrea Álvarez Mujica

Historias de shows

Cronicas

Las huellas imborrables entre bandas y escenarios, de Almendra a Virus.

Tu primer show de rock fue el regreso de Almendra en Obras, en 1979.

Llegaste con O, tu novio de entonces.

Aún era de día y decenas de jóvenes formaban una fila desordenada para entrar.

Parecían cansados y sucios, como si llevaran una semana durmiendo poco y con la ropa puesta. Tu novio dijo: ésta es la gente linda.

Tenías trece años y aunque tus All Star azules eran nuevas y tu pelo largo y lacio, que te llegaba hasta la cintura, estaba brillante y perfumado, te sentías perfecta. Los días anteriores se había hablado de Almendra en la radio, se había creado un consenso contrario a la reunión del grupo, se cuestionaba el suceso comercial y la validez del retorno eventual e incluso se reclamaba fidelidad al pasado, como si el reencuentro arrastrara una traición. Después salió el disco de vinilo, doble, con fotos del show en las tapas y contratapas. Te lo compraste.

Te parece recordar que el primer disco de Luis A. Spinetta que tuviste fue de Invisible, de título homónimo, la foto de las huellas en el charco. Muchos de tus amigos conocieron a Antonin Artaud por el disco de Pescado Rabioso, vos no. Cuando te prestaron el famoso álbum verde, ya habías leído El ombligo de los limbos y El pesa nervios y te fascinó encontrar las fotitos en la tapa y contratapa del disco porque en tus libros de Artaud no había ninguna imagen y hasta entonces no conocías la cara angulosa del poeta y dramaturgo francés, la frente ancha, los labios finos, el semblante trágico, aunque eso es probable que te lo imaginaras.

Escuchaste ese disco durante dos semanas y lo devolviste. De un lado y del otro, una y otra vez sin tocar los surcos. Tenías práctica y velocidad para sacar los discos de las tapas, ponerlos en la bandeja, darlos vuelta o guardarlos sin tocar los surcos. Luego empezaste a ir a festivales que reunían a distintas bandas. Encuentros con gases lacrimógenos, represión y corridas. Un amigo te advirtió sobre los servicios de civil que se infiltraban entre el público. Usan zapatos, dijo. Se dejan el pelo largo, se ponen anteojos y jeans, pero llevan zapatos, amplió. Te pareció raro que no completaran el disfraz con unas zapatillas de lona. Pero tu amigo lo dijo con tanta certeza que no te animaste o te dio pena decirle que eso no tenía sentido. Todo cambió cuando descubriste que había un circuito de bares donde se presentaban las bandas nuevas que tomaban elementos del pasado y los recreaban con otra intensidad. Canciones burbujeantes y una estética retro. Dos partes de exaltación de lo efímero, una parte de inmanente frivolidad y una pizca de ingenua perversión, esos ingredientes y proporciones resultaron un coctel irresistible para vos. Te parece recordar que el primer disco de Luis A. Spinetta que tuviste fue de Invisible, de título homónimo, la foto de las huellas en el charco. Muchos de tus amigos conocieron a Antonin Artaud por el disco de Pescado Rabioso, vos no.  

*

Virus en La Capilla de Plaza Serrano. Todos parados en las sillas y tu amiga P, por supuesto, parada en la mesa, ondeándose tan llamativa que te daba cierto pudor. Virus en un teatro. ¿El Astral? Era la primera vez que tocaban en un lugar así y fue la última que vos los viste. Habías ido sola, con tu ropa negra. Bailaste en un pasillo. El teatro se caía. Para ese momento, parte de la vieja prensa de rock, que había tildado a Virus de copia, fraude y banda pasajera, se había rendido ante el éxito y simulaba un temprano reconocimiento que no había existido. Eran días movidos. P cambiaba de forma acelerada. Escuchaba a los Stray Cats y por las noches iba a un lugar nuevo en Pueyrredón y Córdoba. Entraba al aula tarde, cada día con algo distinto: el pelo cortado casi al ras en el lateral izquierdo, dos nuevas perforaciones en la oreja y piedras semipreciosas y cadenitas entrelazadas adornaban su lóbulo. A veces el novio de P te llevaba de vuelta a tu casa después del cine y mientras manejaba tarareaba papapapapamumapá. Fuiste al Café Einstein por primera vez un domingo, sola, siguiendo las indicaciones un tanto imprecisas que te habían dado. Subiste la escalera con la duda de estar entrando en un lugar equivocado. Sergio Ainsenstein te recibió como si te conociera, te hizo pasar sin cobrarte entrada, te dio el porrón de cerveza helada que estaba tomando y estableció una cordialidad distante que se extendió hasta el cierre del bar. En tu recuerdo, ese domingo tocaba la Hurlingham Reggae Band y Stephanie no estaba sentada a la batería, sino que tocaba el bajo. Te acordás de Diana Nylon acomodándose el disfraz en el baño del Einstein, protestando frente al espejo, muy enojada porque no le daban un buen camarín. Se te presenta la palabra disfraz, aunque era su ropa para el show y tal vez, incluso, salía por las calles vestida así, con una especie de pollera de raso color rosa chicle, corta, con armazón debajo, un corsé con cordones adelante y otras ropas superpuestas, con telas de distintas texturas, brocatos y sedas, maquillaje de más y su flequillo corto. No era fácil que todo ese vestuario ornamental quedara de la manera deseada para salir a escena.

Diana giraba a un lado y al otro frente al espejo y descargaba su furia ingenua como una princesa desclasada. ¿Qué certeza podés tener de una música que escuchaste hace treinta años? Y sin embargo te parece recordar la onda, algunos estribillos y los grititos con un toque de llanto de Diana. La única vez que viste a Los Violadores fue en el Einstein, pasaron como una ráfaga, su público estaba uniformado, jeans y camisas oscuras, el mismo corte de pelo y los ojos delineados, treinta adolescentes que llegaron minutos antes del inicio de show, poguearon todas las canciones y se fueron apurados. Vos te quedaste inmóvil, parada a un costado de la columna, totalmente concentrada porque nunca habías visto una banda así. Estabas acostumbrada a las letras chistosas, al reggae de la época, la estética de parodia, el sarcasmo emocional, el posmodernismo, el protagonismo de los sintetizadores, la new wave y toda la versión porteña de glam rock fresco o decadente. Pero lo de ellos estaba en las antípodas, era visceral. Mucha intensidad tunante en los shows de la banda zurda, charlas ácidas en patios y jardines plateados, al filo del amanecer, en la fiesta redonda, con la secta utópica. Bajabas del 15 en Belgrano, cruzabas el puente de hierro, subías los peldaños de rejilla camino al Stud Free Pub, las vías debajo, la luna enorme sobre tu pelo súper peinado con fijadores que te dejaban un perfume de abuela en las mechas pegoteadas. ¿Por qué siempre llagabas cuándo empezaba El regreso de Mao? ¿Qué es lo que te acordás del show de PIL en la disco de Río de Janeiro? Te quedó una sensación de placer, la idea de una noche especial, que todo estaba bien, incluso te llega el olor del combustible del escarabajo mezclado con el perfume del viejo tapizado y la humedad salada del mar que entraba por la ventanilla; un recuerdo que tiene más que ver con bajar del morro de Santa Teresa, ese cambio tan drástico entre el barrio antiguo en el que vivías y la entrada a la otra parte de la ciudad y luego la disco lujosa y prolija, un ambiente muy de clase alta y un concierto que no lo recordás pero sabés que te gustó. Te aburriste en el show de Prince, te molestaba toda esa coreografía pomposa, la gente se quejaba de que había sido corto, que faltaban canciones y para vos, queda mal que lo digas, había sido largo. Habías disfrutado de ir con T, el chico de las pestañas arqueadas y los ojos de vidrio, que te gustaba mucho y sin embargo no podías evitar ocultárselo, poner una distancia fría que se anulaba cuando se desvestían en tu monoambiente de Perú y Estados Unidos. Ese chico que después se fue con tu amiga B y ella te lo contó por teléfono. Está acá desde el viernes, dijo con una sonrisa de costado que estaba implícita en su tono de voz. Era domingo. Cortaste rápido y trataste de borrar las imágenes que tu mente insistía en fabricar. No te podías perder la primera presentación de David Byrne en Buenos Aires. Los Talking Heads habían sido tus referentes y aunque los tiempos habían cambiado y la filosofía de la diversión estaba sepultada, Byrne no dejaba de ser la voz que había animado la fiesta de la década anterior. Era un momento económico crítico. Los sábados, vos y tu novio, con suerte llegaban a comprar dos bifes de costilla con lomo, dos tomates, una lechuga, una cebolla y dos cervezas. Tenían los bolsillos vacíos la mayor parte del tiempo, pero no resignaban el pedacito de lomo del otro lado de la costilla. Le pediste plata prestada a una amiga y compraste las entradas. Lo disfrutaste, comprendiste el giro, la búsqueda de Byrne, se lo veía bien, cómodo, aunque la propuesta musical estaba a años luz de lo que habían sido los Talking Heads. Inolvidable David Bowie con su vestido blanco. ¿En Ferro? Una cantante negra que era una diosa total, la banda que sonaba perfecta e impecable como en una sala y algunas canciones hermosas que no conocías. Probablemente estabas atrasada con los discos de Bowie, escuchabas discos viejos y en ese show, te diste el lujo de actualizarte en vivo. Bowie, como un faro y a la vez siempre cerca. Lo recordás cuando rezó, en un festival transmitido por televisión. Te quedaste impactada. Ahí estaba el ícono transgresor, de rodillas, orando por sus amigos con sida. Lo entendiste. Era la época de los tratamientos inútiles. Estabas lista, con las entradas en la mano, tu novio fue al baño y abrió la ducha, entraste detrás de él. ¿Para qué te vas a bañar ahora?, dijiste. No te contestó. Saliste del baño. Fuiste al balcón y te quedaste mirando los árboles. Era el final de una tarde de sol. Tu novio se puso un jean, una remera y empezó a buscar una campera. Tenía ocho o nueve camperas. De cuero negra con cierres, de cuero negra con mangas marrones de paño, de cuero negra con puños rayados, etc. ¿Cuál buscás?, dijiste como si de esa forma aceleraras la elección. Mi vieja campera de cuero, no la encuentro. ¡Ponete otra, vamos! Cuando llegaron al estadio el show de Iggy Pop había terminado, era la hora azul y en el escenario los Ramones estaban por iniciar su alquimia en relación con el tiempo. No estaba Dee Dee para el conteo inicial.

De todas formas, antes de irse con el objetivo de desarrollar su fallido proyecto rapero, le había dejado a la banda un puñado de canciones fundamentales. Su lugar era ocupado por CJ. Del show recordás la cohesión que irradiaba el grupo, la imagen curvada de Joey, la postura icónica de Johnny, Marky muy cómodo en lo suyo y el ambiente general del estadio, especial, como si el ánimo de todos y cada uno de los presentes estuviera hermanado en la certeza de estar en un atardecer histórico. Tantas caras felices entre el público, expresiones resplandecientes y ese toque de placer que se percibía en los movimientos más comunes, al bajar una escalinata, hacerle un comentario a un amigo o correrse el flequillo hacia el costado. Diez años después compraste la entrada para Iggy Pop sin saber si lo ibas a poder disfrutar. Tu padre había muerto hacía poco. Te habías quedado en silencio. Leías los últimos poemas de tu padre, mirabas sus fotos, repasabas los diálogos finales, las frases dichas en la ambulancia, en la sala del hospital, recordabas el poema de Borges que habla de la voz del padre que vuelve y que no ha muerto y seguido a ese poema, se te presentaba el poema de tu padre que trata del patio de la infancia, de volver a ese patio para que así el aire se llene de pronto de las voces de los que yacen mudos en los cementerios. Te doblabas en el colectivo o en el vestidor, llorando en silencio, con los anteojos oscuros puestos aun dentro de tu casa, porque tu marido y tus amigos opinaban que tenías que ponerte bien, que tenías que recuperarte y detrás de los grandes anteojos tenías las mejillas irritadas de tanto llorar y las lágrimas nuevas te producían ardor.

Te sentías completamente separada del resto de las personas, excepto de tu hijo, que era muy pequeño y te daba el teléfono para que llamaras a su abuelo y cuando le decías que no podías llamarlo porque había muerto, te pedía, muy enojado, que lo llamaras igual. Y esa noche, Iggy ofrecía su energía arrolladora, bailaba casi desnudo y cantaba las canciones que estaban ligadas a tus vivencias y por eso, en cierta forma te pertenecían y así, parada entre el público, te sentiste bien y ese momento de satisfacción te trajo de vuelta a la sociedad de los vivos. Durante un té familiar en la casa de tu madre, tu sobrina te dijo que le gustaban los Arctic Monkeys, vos llevabas un par de semanas escuchándolos y la coincidencia te alegró. Días después te topaste con la noticia: los jovencitos de Sheffield tocaban en el Luna Park. Llegaste al Instituto donde dabas clases de periodismo, la cosa venía en picada, tenías cada vez menos alumnos, diste la clase igual, cobraste y te tomaste el colectivo hacia Alem y compraste las entradas, feliz por compartir la música con tu sobrina. La noche del show, al principio estabas un poco tensa, te parecía que tenías que cuidarla, después te dejaste llevar por la música y te relajaste. Vos siempre estás atrás, es tu lugar natural en los shows, pero la nena quería ver más de cerca a los músicos, por eso te metiste entre el público hacia delante, hasta la zona en la que había chicos dados vueltas, chicos que se desmayaban, amigos que los levantaban del piso y los llevaban hacia la salida y a cada paso se te hacía más dificultoso avanzar porque, aunque la capacidad del Luna no estaba colmada, en ese sector no había espacio entre los cuerpos. ¿Acá está bien? le preguntaste.

Ella estaba metida en el show y te escuchó a medias y te contestó con un gesto ambiguo como si le molestara que le hablaras, eso te reconfortó. Pensaste en la brujita, que había estado durante años en un estante de la biblioteca de tu cuarto de soltera, en la casa de tus padres. Cuánto le gustaba a tu pequeña sobrina, cuando llegaba de visita, darte la brujita y pedirte que le contaras una historia en la que el sombrero encantado se perdía o era arrebatado por los malos y eso iniciaba una aventura que siempre era distinta y siempre terminaba igual, cuando la brujita recuperaba su sombrero.

Algunas veces, en ese relato de travesías, la brujita perdía también su escoba y quedaba sin poderes, desprotegida frente a la malicia de brujos egocéntricos y sin escrúpulos.

Otras veces vagaba con rumbo incierto, intoxicada por pócimas que habían sido esparcidas en la atmósfera y que le provocaban visiones que la acechaban y se sumaban a la adversidad de un planeta y un tiempo oscuro y solitario, con permanentes tempestades y tornados. Pero se sabe que los cuentos de hadas requieren de un final feliz así es que antes de volver a su estante en la biblioteca, la brujita recuperaba sus objetos y poderes, vencía al mal y escapaba ilesa o más o menos ilesa, ya que a medida que pasaba el tiempo, cuando limpiabas ese estante de la biblioteca y acomodabas a la brujita, notabas el deterioro que todas esas batallas iban dejando en ella, el sombrero ya no le encajaba de la misma manera, quedaba aplastado y torcido, la tela estaba un poco apelmazada, la escoba parecía resistir sin problema y como fuera, aunque aquellas historias dejaran sus secuelas en la brujita, la acomodabas lo mejor posible y la dejabas lista para el momento en el que tu sobrina entrara a tu cuarto y sonriendo se estirara hasta alcanzar ese estante de tu biblioteca y así iniciar el viaje a un territorio mágico con dioses elfos que aparecían en muy raras y extremas ocasiones.

Llevás escritos 15.000 caracteres y todavía no hablaste de Morrissey, de la noche en la que el viento se llevaba el sonido y al rato lo traía de vuelta y luego otra vez las ráfagas se hacían presentes. Además de las travesuras del viento, algo inoportuno pasaba en el escenario porque Morrissey estaba ofuscado y hacía gestos a los técnicos. Fue un concierto a flor de piel. Con grandes momentos a pesar de los inconvenientes. ¿Era una noche de octubre inesperadamente helada o estás mezclando recuerdos? ¿Se trata del mismo festival en el que en otro escenario estaba Primal Scream y hacía tanto frío que dosificabas los tragos de tu petaca para que el ron añejo durara hasta el final y de esa forma asegurarte, al menos, el calor interior? Querés cerrar este texto, aunque sabés que te falta contar otros shows, momentos sorprendentes, como la noche que te perdiste en un bosquecito y al salir del otro lado encontraste a Spiritualized, en un escenario chico, tocando ante cuarenta personas. Shows deliciosamente sombríos, como el de Peter Murphy en Niceto. Conciertos impecables, como la primera presentación de los Strokes en Buenos Aires. Momentos raros, como cuando Nele Karajilic dejó el escenario y caminó por los apoyabrazos de las butacas tapizadas del teatro de Viña del Mar donde todos los espectadores permanecían inmóviles en sus lugares, cruzó en diagonal toda la sala y así logró despertar el entusiasmo de un público apático. Desvíos imprevistos, la noche que ibas para el taller literario y de camino pasaste por La Trastienda, descubriste que estaba por empezar el show de The Horrors, decidiste faltar al taller y te compraste una entrada, aunque apenas conocías tres canciones y el concierto fue un delirio divertido, con mucho desenfreno juvenil. Momentos graciosos, cuando en el guardarropa del bar donde tocaba El Vértice entregaste tu montgomery y te dieron el número 01. Te quedaste mirando el papelito. El perchero, que en un rato se iba a colmar de gamulanes y camperas, estaba vacío. Sonreíste de costado, tenías tantas ganas de verlos, te habían gustado tanto los shows del año anterior, que habías llegado más temprano que nunca. Salís al balcón, una pareja entra a la heladería de la ochava. El 29 frena. La moza sacude el mantel de una de las mesas del bar de abajo. Un muchacho desengancha la bicicleta del tronco de tu árbol. El paseador cruza la calle con su jauría doméstica. Una chica con colita trota hacia el parque. El empedrado adquiere un brillo plateado. Volvés a tu escritorio.

Tenés un mensaje en el celu. Un amigo te avisa que Manuel Moretti va a cantar tangos, esta noche, en Los Chisperos. ¡Qué lujo! Pensás en Manuel de niño, en el camión de su padre, acompañándolo en un largo viaje por rutas húmedas, los campos sembrados o con la cosecha levantada y el rastrojo ocre que cubre las tierras, y adentro, en la cabina empañada, la radio en la emisora de tangos.

Te parece atractivo ese contraste entre el paisaje rural y las letras urbanas del tango, entre la soledad del camino, la introspección de la pampa y la verborragia ciudadana. Y si esta noche va a cantar tangos puede ser que incluya Camas separadas y si va a estar solo con su guitarra es probable que en el repertorio figure La ruta se ha roto, una canción que está en tu lista de favoritas y que nunca la escuchaste en vivo.

Entrás a la página de Los Chisperos. En ese momento te llega un whatsapp de tu marido: Nena, ¿salimos a comer? Estoy haciendo reservas para un show, le decís. Te pone un ícono de aprobación, pregunta el horario y dice que en un rato cae.

Vas a tu ropero y sacás dos vestidos negros. El que quede bien con las zapatillas plateadas, pensás.


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