Foto: Melingo y Mosner
Por Calamaro y Symns - Foto: Melingo y Mosner

Más blanda que el agua

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El llanto cósmico tanguero: estaban duros mucho antes.

Los tangueros lloraban al amanecer.

Lo descubrí cuando vagaba extraviado por las calles apuñaladas de Buenos Aires, cuando me sentía un extraterrestre que miraba a todos como si estuviesen muertos y yo fuese el único sobreviviente del planeta.

Por esos días yo tenía un palpitar, una fuerza especial; una manera exultante de ver el mundo.

Y a ellos, los tangueros, los encontré vagando errantes en medio de ese apocalípsis nocturno: eran una raza de brujos que parecían haber hecho un pacto con la eternidad.

Recuerdo que uno de ellos vivía sobre la avenida Corrientes, y había madrugadas en las que cruzaba en piyama a la Giralda, con la mirada melancólica y una botella de wisky en la mano.

Se sentaba a la mesa y llegaban los demás. Usaban unos tubitos llenos de cocaína de buena calidad.

Los aspiraban como si fuese una pócima maldita. Ellos la llamaban cocó.

Tomaban como si se les fuerla la vida.

Cuando hablaban, hablaban de minas y caballos. 

De alguna anécdota perdida.

Estaban duros mucho antes.

Otro de ellos usaba un pañuelito y en medio de los shows se lo llevaba a la nariz y aspiraba.

Revivía en pleno acto, a la vista de todos. Hasta que volvía a morir y el pañuelito le ofrecía otra raya de vida a la que aferrarse.

Una vez lo vi entrar al Rengo Obdulio -gran tanguero aunque sin fama- al bar de Rodriguez Peña y Corrientes.

Se metió en el baño y yo, como un caradura, lo seguí entusiasmado. En ese tiempo no tomaba cocaína.

Consumía porquerías como codelasa, mantrax, otras drogas pesadas.

Entonces entré y le dije:

-Maestro, ¿me convidaría?

El Rengo me miró con desprecio y me respondió:

-Rajá de acá, borrego.

A los tangueros, la cocaína no les hacía nada, tenían setenta, ochenta años, y la seguían tomando.

Eso sí.

Lloraban.

Al amanecer todos los tangueros lloraban. Es algo que conozco, porque yo también lloraba cuando salía el sol, en ese desgarrador fin del hechizo, y a veces me iba a llorar a las salas de espera de los hospitales o a los velorios para que mi llanto encajara con el mundo. No lloraba por una causa especial, ni por un dolor.

Los aspiraban como si fuese una pócima maldita. Ellos la llamaban cocó.

 

 

Era un llanto por la humanidad, por la vida, como si en vez de llorar, fuera llorado.    

 Ahora ya no lloro ni escuchando tangos en una tarde gris.

Como la de hoy.

Bastante tiempo después de aquel “encuentro” co.n el Rengo tuve la oportunidad de compartir varias tardes con Venancio Baratti, la voz uruguaya del tango.

El plan era adaptar un texto mío a una partitura nueva de Don Venancio.

Una de las primeras cosas que me dio a entender fue que su longevidad respondía a un buen matrimonio que le habría conservado fuera de vicios y juergas.

Una tarde estábamos sentados en un café y me dijo: “No soy un santo pero soy discreto”.

Esa misma tarde salió disparado hacia una dirección desconocida y dejó instrucciones por si alguien llamaba preguntando por él. No hice preguntas.

Una tarde estábamos sentados en un café y me dijo: “No soy un santo pero soy discreto”.

Unos años después, nos encontramos para grabar la canción que escribimos juntos.

Yo estaba tomando una tiza amarillenta que pringaba de un olor a frutillas.

Don Venancio me esperaba en el portal de su casa, íntegramente vestido de cuero negro y con una condecoración que le había dado el gobierno italiano.

Lo primero que me dijo fue:

-Querido, estás duro.

Cambié de tema y seguimos viaje hasta Urquiza.

No termino de entender por qué celebramos la interrupción de la ingesta sostenida de cocaína.

Aunque hay que suponer que es adictiva y psicótica, basta con leer las contraindicaciones de las drogas recetadas que estoy tomando ahora.

Es la guía de teléfonos de Satán.

(La pintura que ilustra este artículo a cuatro manos también fue hecha a cuatro manos por Daniel Melingo y Ricardo Mosner)

Foto: Pintura de Daniel Melingo y Ricardo Mosner

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